Me pasé horas andando, algunos tramos escalando entre rocas, sudando y cansándome. Pero cuando llegué a la cima sentí que había merecido la pena. Desde allí dominaba el paisaje y podía ver a los buitres volando bajo mis pies.
Cuando hube recuperado el aliento y dejé de jadear, fue como si me diese cuenta, por primera vez, de que había nacido sordo. Y por supuesto, mudo.
Me golpeó un silencio sobrecogedor. Un silencio que era un amigo desconocido. Un silencio como solo existe donde nadie sabe tu nombre.
No había pájaros cantando, no había grillos ni saltamontes, no había gente, no había coches, ni perros, ni vacas. Nada, solo el viento susurrándome. Y cuando el viento paraba, el Silencio.
Los buitres daban vueltas alrededor de la cumbre, sin mover las alas, sin producir ningún sonido. |
Y entonces me tumbé en el suelo y lloré, en Silencio. Lloré por no haber nacido sordo. Lloré por no saber volar.
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